jueves, 30 de julio de 2009

Mensaje presidencial

En algún país de Latinoamérica, un Presidente se prepara para dar su mensaje con motivo de un nuevo aniversario patrio. En ese mismo país de Latinoamérica, a unos cientos de metros de distancia, parlamentarios oficialistas y de la oposición se preparan para escuchar las palabras del mandatario.

Afuera, con las casas embanderadas como telón de fondo, soldados vestidos como combatientes del siglo XIX cabalgan por las calles coloniales tocando sus trompetas, mientras algunos cientos de personas se aglomeran para ver al mandatario trasladarse, como todos los años, desde la casa presidencial al Parlamento.

Rodeado por su seguridad y precedido por la guardia a caballo, el Presidente va saludando mano en alto a las personas que a ambos lados de la calle observan el tradicional evento; algunos responden el saludo, mientras que otros, con las manos en los bolsillos, solo se limitan a mirar.

Ya dentro del hemiciclo, ante autoridades locales, eclesiásticas, nacionales y partidarios apostados en las galerías, el Presidente de este país latinoamericano coge el micrófono y, tras el saludo protocolar, inicia su mensaje que será transmitido a nivel nacional.

Hojas en mano, el mandatario comienza una larga lista de recuentos, obras y proyectos iniciados en el año que pasó, todas, y aquí le pone énfasis a sus palabras, para lograr “¡el tan anhelado desarrollo nacional!”. Aplausos y vítores no se dejan esperar en el hemiciclo, congresistas oficialistas y los partidarios en las galerías –para eso los dejaron ingresar-, hacen tronar sus palmas y a voz en cuello corean el nombre de su líder. Los opositores solo observan.

Más proyectos y futuros acuerdos comerciales, ingreso al comercio internacional, disminución de impuestos e impulso de la obra pública, aliento a la inversión privada, banco de trabajo y un leve aumento del salario mínimo. Todo –de nuevo énfasis en las palabras-, “para salir de la pobreza y lograr la inclusión de los sectores menos favorecidos de nuestra sociedad”. “¡Sectores relegados durante siglos sabrán lo que es gozar de la riqueza!”, grita. Más vítores y aplausos desde las galerías y desde los escaños oficialistas. Flashes desde el palco de periodistas. La oposición se limita a dar ligeros aplausos.

Transcurren los minutos. Nada de palabras contra la corrupción al interior del Gobierno. Ninguna mención a los méritos del gobierno anterior pues, para él y sus partidarios, el avance del país comenzó con su periodo y así debía entenderlo la población.

Se levantarán más hospitales y la salud será gratuita para todos. El dinero será repartido entre los gobiernos locales y las comunidades serán gestoras de su propio desarrollo. Más fotos desde el palco, más gritos y aplausos desde las galerías y breves comentarios en los estudios de televisión.

Acaba el discurso. El Presidente hace un breve llamado al optimismo porque el país está destinado, gracias a su régimen, “¡a ser uno de los líderes del continente!, ¡la luz que guiará a América Latina hacia el primer mundo!”. Grandes aplausos y ligeras palmas desde los escaños oficialistas y opositores, respectivamente.

Ya afuera, ante el acoso de la prensa, congresistas del Gobierno y de la oposición dan rienda a sus respuestas ya preparadas y aprendidas de memoria desde antes que comenzara el discurso.

“¡Optimista!, ¡revolucionario y prometedor!”, califican los oficialistas las palabras de su líder. “¡Demagógico!, ¡populista y con varios vacíos!”, responden desde la oposición. Unos y otros se lanzan dardos, puyas, se descalifican. Son pocos los que reconocen las faltas y aciertos del contrario. “Es parte del juego político”, comenta el invitado de un canal de televisión.

Afuera, la calle continúa embanderada y partidarios y opositores se alejan por diferentes rutas. ¡Es día de la Patria y hay que celebrarlo a lo grande!, cada cual parte con su grupo a su local partidario para el brindis de honor.

Más lejos, mucho más lejos, a varios kilómetros de distancia, en la periferia de esa capital latinoamericana, con calles más humildes que también lucen embanderadas, un hombre de ropas viejas, acompañado de un niño de diez años, empuja su triciclo lleno de cachivaches y plásticos sucios. Es día de fiesta y está orgulloso de su Patria, pero no tiene tiempo para grandes festejos ni medios para realizarlos. El niño, más vivaz, corre y se adelanta, se agacha y grita, “¡sí hay!, ¡mira, hay dos!”. Las coge. Y antes de retirarse, cierra la bolsa de basura a la que se acercó y de la que extrajo dos botellas de plástico.

Es tiempo de fiesta y de optimismo, de orgullo y esperanza; pero ese hombre no tiene tiempo para escuchar discursos por más optimistas o demagógicos que sean. La vida apremia y debe conseguir el sustento diario para su familia. Los acuerdos económicos, los grandes proyectos y los ligeros aumentos de sueldo no son algo que le beneficien prontamente. Tal vez en un futuro más lejano que cercano.

El hombre recibe las botellas encontradas por su hijo y, con los brazos rígidos contra el timón del triciclo, se dirige hacia el próximo montículo de basura, al que el pequeño de diez años ya llegó en busca de más objetos que reciclar.

lunes, 20 de julio de 2009

Mi computadora es una cafetera

“Entra a este enlace, te va a interesar”, me invita una amiga a través del Messenger. Sabe que me gusta estar informado y de vez en cuando me envía algún enlace; pero siempre o casi siempre lo hace mientras conversamos en horario de trabajo: ella desde su oficina, yo desde la mía, separados por algunos kilómetros dentro de la Gran Lima. Pero esta vez estoy en mi casa, en horas de la noche y las cosas son distintas.

“Ok, lo voy a hacer”, le respondo. No me atrevo a decirle que “no”, aunque hubiese preferido hacerlo, porque sé que demoraré en darle una opinión sobre lo que me está mandando, como solemos hacerlo en horario de trabajo.

Sabiendo ya de antemano lo que vendrá, presiono el cursor sobre el enlace. Aparece el relojito que me da a entender que ya está cargando la nueva página, que debe empezar a abrirse una nueva ventana…pero esta no aparece.

Aparte del Messenger tengo ya abiertas otras tres ventanas del Explorer: mi correo, el blog y Youtube –es de noche y deseo relajarme. Con esta sería la cuarta ventana del Explorer que tendría abierta…pero no se abre.

Y sigo esperando, y mi amiga ya está preguntando qué me parece lo que envío, y no me atrevo a decirle que todavía no se abre, que mi heroica computadora Pentium 3 con disco duro de menos de diez GB adquirida hace seis años está haciendo su máximo esfuerzo…pero nada.

Sigo esperando mientras veo su ventanita del Messenger parpadear luces anaranjadas como si fuese Navidad. Al fin emerge una ventana, pero totalmente en blanco, porque la bendita página de noticias no quiere aparecer.

Mientras respiro hondamente – la paciencia extrema no me caracteriza-, comienzo a recordar las veces que visitaba la Biblioteca Central de la universidad pública donde estudié. Ubicada al costado del Congreso de la República, era el único lugar donde se podía conseguir Internet gratuito –derecho de estudiante-, allá por el año 1998.

Pero lo barato sale caro.

Como por ese entonces era novato en estas lides de la Internet, no entendía nada de “ancho de banda” o de “tráfico”, a no ser el tráfico catastrófico de Lima.

El trámite era simple: acercarse al responsable de turno, entregarle el carnet de estudiante y dirigirse a la cabina designada arbitrariamente.

Ya sentado frente al monitor, cogía el Mouse para abrir primeramente el correo electrónico. La universidad nos designaba a cada estudiante una cuenta de correo, pero desconfiando de la eficacia estatal, la mayoría se procuraba una cuenta gratuita de esas que abundan en la red.

Sin embargo, debido al “ancho de banda” y al “tráfico”, la ventana del correo demoraba en aparecer. Como cada estudiante tenía derecho a una hora de Internet, era cosa de esperar, total, no podía demorarse demasiado en abrir, ¿no?

¿No podía demorarse?, ¡pobre iluso!

Si algo pude haber aprendido las pocas ocasiones que tercamente fui a dicha biblioteca, fueron las técnicas de relajamiento yoga. De las contadas veces que me senté frente a una de esas computadoras, recuerdo perfectamente una en la cual lentamente fueron pasando los minutos, píxel por píxel fue apareciendo una ventana, pero transcurrió la hora permitida y el correo nunca descargó. Todavía puedo visualizar la ventana con los colores de la página a medio aparecer. Resignado, tuve que salir a alquilar una cabina en la calle para ver mi correo, y como es obvio, nunca más regresé a esa biblioteca.

Ya pasaron diez minutos y la ventana de mi amiga sigue parpadeando, la miro y me pregunto si debo responderle o mejor espero. “Tal vez se aburrió y ya se fue”, me digo, “aunque tal vez sigue conectada”. Así que me animo a responderle y, así me de vergüenza, decirle la verdad: que mi combativa computadora no dio más, que murió en su ley, que intentó todo lo que pudo pero se quedó sin mostrar la página. Acto seguido, le preguntaré qué me mandó.

Con el Mouse firme, presiono sobre su ventanita parpadeante, y ¡zas!… ocurre lo que esperaba desde el inicio: la bendita computadora se colgó. Maximizó la ventana del Messenger, pero esta quedó en blanco, sobre el blanco de la otra ventana del Explorer; y pasmado, observo la pantalla, pues me quedé sin noticia y sin amiga.

Ya desesperado, recurro al último intento: tratar de descongelar la imagen con todas las teclas posibles, con la tecla “control” a más no poder. Pero es inútil. La computadora empieza a sonar, a esforzarse con lo que le queda de fuerza, a vibrar…hasta quedar definitivamente colgada. Ahora estoy sin noticia, sin amiga y con la computadora muerta.

“Ya fue”, me digo. Miro la computadora y de la rabia cojo el enchufe con fuerza y con cólera la desconecto. ¡Total!, ya es inútil intentar cualquier otra cosa. Ella ya me habrá visto “desconectado” y habrán pasado por su mente una infinidad de ideas; las que prefiero no imaginar.

Resignado salgo de la habitación y voy pensando en lo que le diré, porque mañana será otro día, la veré de nuevo desde mi Messenger de la oficina, con mi computadora de 320 GB de disco duro y mayor potencia, y le seré sincero, le diré que esta noche no pude ver su enlace, que seguramente era interesante, pero no pude abrirlo, que tal vez, con un hipotético aumento de sueldo podría comprarme una lap top, algo más decente, porque aunque no lo crea, por computadora, tengo algo que más parece una cafetera.

viernes, 10 de julio de 2009

Como chofer de combi

Los ojos inyectados, como si fuese el fruto de una mala noche, se posan con violencia sobre la pantalla del computador. Con furia observan el puntaje y no, “no es suficiente, una vez más”, se dice el dueño de los ojos; y nuevamente, sin recordar ya cuantas veces, vuelve a reiniciar el juego. “Una vez más y lo apago”, se repite sin convicción.

Los dedos sobre el teclado y la vista en la pantalla. Ya lleva más de tres horas intentando batir su propio record, porque según el ranking, tiene a seis amigos por encima suyo y eso no puede ser posible.

Y pensar que todo empezó como un pequeño juego, con una inofensiva invitación a participar de un video juego y sumarse a la nueva fiebre cibernética de convertirse en un virtual chofer de combi, esos pequeños vehículos de transporte público que circulan frenéticamente por las calles de Lima como si compitieran por el premio de la Fórmula 1.

De nuevo frente a la pantalla, nuestro pseudo chófer se concentra mentalmente antes de iniciar de nuevo su frenética carrera para ver a su combi esquivar y saltar, saltar y esquivar taxis, camionetas y otras combis. Mientras se prepara, los músculos de la espalda se van poniendo duros, tensos, y los ojos otra vez, rojos, inyectados.

En su vida diaria es un sujeto apacible, tranquilo, casi tímido que no se busca problemas con nadie y que como casi todos los transeúntes de Lima, odia las combis. Pero ahora está frente a lo que para él son su volante, su acelerador y su trampolín para brincar: las teclas del cursor y la barra espaciadora; herramientas que intento tras intento lo vuelven a la realidad de que todavía no es suficiente, todavía no bate su record y debe intentarlo “una vez más”.

Recuerda que la primera vez fue un simple juego, un “vacilón” nada más; pero luego vio el listado de competidores, los nombres de otros amigos que como él, habían caído poco a poco en las redes del video juego, del antes pasatiempo y ahora ¿vicio?

Con la tecnocumbia sonando a todo volumen en los audífonos –como en las combis-, nuestro amigo comienza a acelerar y a esquivar a los rivales, moviendo a izquierda y derecha el cursor, pulsando la barra espaciadora para saltar. Primer nivel, segundo nivel. La combi sigue acelerando y nuevamente esquiva y salta sobre más taxis, más combis…y la música sonando a todo volumen en sus oídos –como en las combis.

Tercer nivel, cuarto nivel. Los puntos acumulados van subiendo, la música sigue sonando –mezcladas con los gritos de su cobrador de combi virtual-, y él sigue firme al “volante”, con el “acelerador” a fondo, sin miedo, sin importar los choques, o sí, importando los choques porque le restan tiempo y él no puede detenerse.

Quinto nivel, sexto nivel. Los músculos se van poniendo más tensos y su cuerpo, al principio apoyado sobre el respaldar de la silla, comienza a inclinarse sobre la computadora, sobre el teclado, con los dedos como tenazas y los ojos cada vez más inyectados, con las cejas encorvadas, observando a la combi saltando y esquivando, esquivando y saltando sobre más taxis, más camionetas, con los puntos subiendo a toda velocidad hacia su propio record.

Pero él es un tipo apacible, tranquilo, casi tímido, y así lo conocen en su casa, su hermanito menor de seis años que lo ve llegar sereno del trabajo, no sabe que al encerrarse en su habitación y encender la computadora, aparece un nuevo hermano que no conoce, muy diferente al de las mañanas.

Séptimo nivel, octavo nivel. La combi sigue corriendo a toda velocidad, la música a todo volumen mezclada con los gritos del cobrador virtual -como en las combis, con un chofer tan acelerado y frenético como el nuestro.

Noveno nivel. Los puntos siguen aumentando, el record se está acercando, y él, cada vez más frenético, no oye otra cosa que la música y los gritos del cobrador, y la combi saltando cada vez más seguido, corriendo cada vez más rápido.

La chapa de la puerta comienza a girar. El pequeño con su cuaderno en la mano quiere mostrarle lo que aprendió en el colegio. Ingresa al dormitorio.

La combi sigue saltando, sigue esquivando, sigue corriendo. Nuestro chofer cada vez más tenso, con la música sonando fuerte en sus oídos. Un nivel más y habrá superado su record. Un nivel más y habrá superado a tres amigos. Un nivel más y…

El niño se acerca, le toca el brazo, le habla, le dice “mira” y le muestra su cuaderno.

“¡¡No!!”, grita el hermano. Lo distrajo, perdió el control, se estrelló. La combi baja la velocidad. Debe retomar y ya perdió tiempo. Los segundos se acaban y no llega al siguiente nivel. “¡¡Por qué me interrumpes!! ¡¡no ves que estoy ocupado!!”, grita frenético. El niño estupefacto, en silencio, sin saber qué decir, no reconoce a su hermano.

En su vida diaria es un tipo apacible, tranquilo, casi tímido, y así lo conocen en su casa. Lo conocen hasta que entra a su cuarto, se encierra, enciende la computadora y, tras ingresar al juego, se transforma, se vuelve iracundo, tenso, con los ojos inyectados, con las cejas encorvadas, con la tecnocumbia en sus oídos a todo volumen, con los gritos del cobrador…violento, como un chofer de combi.