jueves, 25 de junio de 2009

Sueldo S.O.S

Con gran esfuerzo mi mano ingresa al fondo del bolsillo y, cerrando un sólido puño, extrae de mi jean raído lo único que me queda a pocos días de acabar el mes: unas cuantas monedas que juntas no llegan ni a diez soles, y que se han convertido en mi última reserva de esperanza monetaria.

Sueltas sobre la mesa, las contemplo resignado ante la realidad de todos los meses: tener que acudir a algún alma caritativa que con más monedas que yo, esté dispuesta a socorrerme sin interés alguno, o por lo menos sin interés monetario alguno.

Viejos ya son aquellos tiempos de colegio en los que sin preocupación alguna, pero con mucha suerte, me metía al cuarto y abriendo uno de los cajones de la cómoda, encontraba siempre alguna moneda que días atrás había dejado como sobra de alguna propina. Hoy, esa búsqueda sería infructuosa porque más allá de cartas viejas y recuerdos de adolescencia, solo hallaría alguna polilla muerta.

Y busco en otros bolsillos y dentro de los libros, pues quien sabe si tal vez en un momento de descuido dejé algún billete escondido, pero nada; no hay billete ni moneda extra, solo recibos y tarjetas de banco ya vencidas.

Por eso, a pocos días de acabar el mes, espero con ansias que algún amigo me llame para algún cachuelo, alguna “chambita” extra para “parar la olla”, como comúnmente se dice; pero el celular no suena y en la bandeja del correo electrónico no hay más mensajes que las típicas cadenas aburridas –que las borro de arranque-, o alguna publicidad no deseada.

Pero la necesidad apremia y como “chamba es chamba” y “business son business”, pensándolo bien, para no pasar el próximo mes por la misma dramática experiencia, creo que es momento de tomar alguna medida radical, una medida extrema, pues a situaciones extremas, soluciones extremas; porque el próximo mes no quiero pasar por lo mismo: no más contar las monedas a pocos días del treinta, no más esperar a que una instancia superior se apiade de uno y le aumente el sueldo, ¡no más esperar a una tabla de salvación de último minuto!.

Por eso, aunque tener doble trabajo es matador, y lo sé por experiencia, es hora de escudarse en la frase “el trabajo dignifica al hombre” y recurrir al rubro del entretenimiento, del esparcimiento de masas, del relax, y, por qué no, seguir el ejemplo del extenuado y sacrificado trabajador del video que muestro a continuación:

martes, 16 de junio de 2009

Cinco minutitos más

Arropado en mi cama con todas las frazadas posibles y en total oscuridad, oigo sonar frenéticamente la alarma del celular tal como la había programado la noche anterior: a las cinco y cincuenta de la mañana; con la esperanza de tener la fuerza de voluntad suficiente para levantarme e intentar, como tantas otras veces, salir a correr. Pero afuera está oscuro, hace frío, y como queriendo hacerla larga, me digo: “cinco minutitos más”.

“Cinco minutitos más” es la mentira más grande que uno se puede decir cada mañana, sobre todo cuando se propone, se promete y se jura que saldrá a correr, así llueva o truene, y eso me sucedió nuevamente hoy, porque al levantar el rostro somnoliento y ver que toda la madrugada ha llovido, imagino el frío que debe hacer fuera y me digo: “solo un ratito”; y me vuelvo a arropar con todas las frazadas, hecho un ovillo.

Programada para hacer bulla cada cinco minutos, la alarma suena nuevamente y esta vez, alargando lo más que puedo el brazo izquierdo, sin despegar la cara de la almohada, doy unos manotazos al aire hasta dar con el bendito aparato, y con la ayuda de un ojo legañoso, ubico casi en la oscuridad la tecla que me regresará al reino de Morfeo y poder, otra vez, descansar “cinco minutitos más”.

Al cabo de un rato me vuelvo a despertar, ya sin la ayuda del celular, y creyendo que solo fue un ratito, busco el celular para ver la hora, y me doy cuenta que no pasaron cinco minutos, ni diez, sino casi veinte: el reloj ya casi marca las seis y media de la mañana.

Afuera ya no está oscuro, pero tampoco claro, pues como en todo invierno, el cielo de Lima es gris y llama a la flojera, al desgano, a la apatía.

Pero debo recuperar la fuerza de voluntad de años atrás, cuando todas las mañanas corría diez kilómetros en verano o en invierno. ¡Esos eran tiempos de gloria! Entonces, motivándome mentalmente con la canción de Rocky III y alucinándome corriendo por toda la Costa Verde, me impulso y me siento al borde de la cama.

Ya sentado, miro el reloj: seis y cuarenta de la mañana. “Si hubiera salido a las seis en punto ya estaría de regreso y entrando a la ducha”, me digo, pero ya el tiempo corrió; y dejándome vencer nuevamente por la flojera y el frío, me tiendo de espaldas sobre la cama destendida y miro detenidamente el techo.

Mirando el foco apagado, se inicia dentro de mí la lucha de todas las mañanas: “correr o no correr”, he ahí la cuestión; y levantando ligeramente el rostro, observo el vientre que en las mañanas aparece plano, pero que con el paso de las horas comenzará a ganar terreno y a retar la resistencia del cinturón.

Sigo mirando al techo y recuerdo que ya pasaron cuatro años desde la última vez que me metí a un gimnasio. Tuve que acudir porque mi fuerza de voluntad había quedado atrapada muy dentro de mí, en lo más profundo de mi ser, a causa de los alfajores y chocolates que durante meses me embutí en horario de trabajo, y que ocasionaron, sin darme cuenta, un sobrepeso de casi veinte kilos. Ese día, corriendo sobre la faja, me sentí humillado, me sentí menoscabado en mi autoestima: me sentí no una persona corriendo, sino un marranito rodando, con la resistencia digna de una abuelita minusválida que me obligó a reducir constantemente la velocidad de la faja porque simplemente, resistencia no tenía.

Cuando me doy cuenta, el reloj ya marca cinco minutos para las siete. Tanta divagación y recuerdos me han hecho perder el tiempo. Pero debo correr y hago un esfuerzo final: me levanto y me dirijo al baño para, con el agua fría, sacudirme toda la flojera. Pero doy un par de pasos más y prendo la televisión: en el noticiero están pasando los goles de la última fecha del torneo local. Los futbolistas corren y tanta energía me motiva a salir a correr. Pero miro por la ventana de la sala y el día está frío, triste, apagado…además, en veinte minutos debo salir para el trabajo. No, hoy no saldré a correr, tal vez mañana, ¡Sí, mañana!, a las cinco y cincuenta sonará la alarma del celular y me levantaré, ¡me levantaré porque quiero salir “a correr”!.

martes, 9 de junio de 2009

Los clásicos que leí

Escuchando cantar a Susan Boyle “I dreamed a dream” me remonté nueve años atrás cuando leí Los Miserables (1862), la obra de Víctor Hugo que posteriormente fue puesta en escena a través de un musical y del que Susan sacó dicha canción.

El recuerdo de Los Miserables se entremezcló con una reciente lectura: Historia de dos Ciudades (1859), de Charles Dickens, que toma como contexto los años de la Revolución Francesa.

Recordar el libro de Víctor Hugo y acabar el de Dickens fue para mí rescatar el valor de las obras clásicas y ver que si se mantienen vigentes a pesar de los años –y en este caso los siglos-, es porque se centran en la condición humana, muestran al hombre tal como puede ser: en su dimensión material y sobre todo espiritual.

Los Miserables, más que una obra de carácter social como casi siempre se suele decir, es la historia de redención de un hombre: Jean Valjean, un hombre condenado a cinco años de prisión por robar un pan y cuyos cuatro intentos de fuga lo encerraron por diecinueve años. Al final de su presidio estaba resentido con la sociedad y con Dios.

Pero Jean Valjean conoció la misericordia y luego de un fuerte conflicto interior, en el que vio qué tan bajo había caído como ser humano, inició el camino de retorno, decidió redimirse y dirigir todos sus actos grandes o pequeños a este fin. Sin embargo, habrá a lo largo de la obra una sombra que lo perseguirá: el policía Javert, para quien era imposible – y no concebía-, que un hombre pudiera arrepentirse y cambiar de rumbo. Es decir, no había perdón.

En Historia de dos Ciudades también entran en juego el perdón y la venganza, la injusticia, el retorno, el odio y la decisión de dar la vida por el otro. Una víctima inocente, el doctor Mannette, pese al odio que acumuló en sus años de presidio, entendió que no era justo echar sobre otro inocente las culpas de quien lo condenó. Pero hay en la obra otro personaje, víctima inocente también, cuyos deseos de venganza cegaron su alma hasta el punto de condenar a quien no tenía culpa.

Pero además, ambas obras son a la vez una denuncia de las injusticias de la época, cuestionan a la sociedad y hacen que el lector, involucrándose con los personajes, conozca un poco más los caminos que tomó la humanidad y se pregunte si sus vicios fueron superados o no.

En fin, involucrarse en este tipo de lecturas es querer más la buena literatura, pues cuando se lee a autores como Dickens, Víctor Hugo, Kafka, Dostoievski entre otros, se convence de que “escritor” no es cualquiera. No soy crítico literario, pero lo poco que he leído me convence de ello.

Y aunque el mundo acelerado en el que vivimos casi no nos da espacio para escoger como lecturas libros tan extensos, vale la pena darse un tiempo para cultivarse con obras que además de entretener con sus historias, nos ayudan a crecer.

Y debo de decir que entre todas las obras que leído hasta el momento, Los Miserables es mi favorita, es la que me hizo estremecer por pasajes y que al terminarla, decidiese darme una pausa antes de empezar otro libro.

Finalmente, les recomiendo este sitio web a quienes deseen leer libros o cuentos en línea.

martes, 2 de junio de 2009

Rápidos y furiosos

No, no nos estamos refiriendo a la nueva película de Vin Diesel, ni a ninguna persecución de camioneros por las autopistas de Estados Unidos o al rey del drift de Tokio. Tampoco a las 500 millas de Indianápolis, al Dakar 2009 o los Caminos del Inca.

Nos estamos refiriendo a la versión peruana de Meteoro, a los émulos de Airton Sena y de Montoya, que hacen de sus vehículos pseudos Fórmula-1 y de cada paradero un pit box.

Nos estamos refiriendo a las nada queridas combis: pequeñas camionetas de transporte público que circulan por las calles de Lima y que día a día confirman que el futuro de nuestras vidas es siempre incierto.

Más letales que cualquier nuevo virus, la Organización Mundial de la Salud debería catalogarlas como epidemia de posible propagación en cualquier país “en vías de desarrollo”, pues bien pueden matar a sus pasajeros de un choque o de un infarto, lo que venga primero.

Manejadas por chiquillos o viejos choferes que mucho confían en su sticker “Dios es mi copiloto”, no saben que el copiloto se bajó en el paradero anterior; y que gracias a ellos y otros pilotos del Nascar callejero, que creen que el alcohol mejora los reflejos y que el semáforo es solo un anuncio luminoso, ocurrieron en Lima en el año 2007 cerca de 48 mil accidentes de tránsito, con 653 muertos y 24 730 heridos.

Estos males necesarios que aparecieron a principios de los 90’s, no serían lo que son si no fuera también por sus característicos cobradores: maestros en meter cuatro pasajeros en un asiento para tres, y de llenar con veinte un vehículo para quince.

Propagadas por todas partes, es muy poco probable que desaparezcan de acá a pocos años, pues ya en varias ocasiones hubo anuncios de las autoridades de que serían erradicadas, pero tal vez por cálculos electorales –perderían muchos votos-, prefirieron echarse para atrás.

Y mientras siguen las obras del Metropolitano como esperanza del transporte público de Lima, nosotros, simples peatones sin probabilidades de conseguir pronto auto propio, deberemos seguir sorteando día a día el nada agradable trámite de parar una combi, subir a ella y, tras plegarias silenciosas, rogar que el Copiloto se anime a subir en el próximo paradero y nos ayude a todos a llegar a nuestro destino.