sábado, 8 de agosto de 2009

El narrador de cuentos

Era un tipo cercano a los cincuenta años, de mediana estatura, de vestimenta sencilla y corte de cabello tipo militar. Sus alumnos de vez en cuando le llamaban “loco” –pues en el colegio había uno que estaba más loco que él-, y no vacilaban en gastar bromas a sus espaldas al verlo pasar, sea por el patio del colegio durante el recreo o en plena formación matutina.

“Loco” le decían, pero no delante suyo, sino cuando estaba ausente. “Loco” por las ocurrencias que tenía para mantener la disciplina, como dar una hora libre al salón completo si se portaban bien y llevarlos al campo de fútbol para jugar un partido de treinta contra treinta jugadores, dándole un punto más en conducta al que anotara un gol.

Sin embargo, cuando empezaba su clase de literatura y dejaba de lado la teoría, el apelativo de “loco” desaparecía para dar paso al de “narrador de cuentos”.

Sus alumnos, expertos en meter chacota y armar laberintos, le habían puesto ese apodo a raíz de un programa de televisión llamado El Narrador de Cuentos, pues así como día a día en sus casas, veían y oían a través de la pantalla los cuentos e historias de esta serie, así, por lo menos dos veces a la semana en el colegio, el aula quedaba en silencio cuando Hugo, nombre de pila del profesor, iniciaba el relato de alguna obra clásica de la literatura universal, como Los Miserables o el Conde de Montecristo.

Dejando de lado la tiza y el pupitre, el narrador iniciaba su paseo por el aula sin libro en la mano, solo respaldado por sus hojas de apunte con los datos que necesitaba para llevar el hilo de la historia y mantener a los alumnos concentrados.

Y aunque algunos de estos aprovechaban el momento para hacer las tareas de otros cursos, la mayoría quedaba en silencio oyendo las aventuras de Jean Valjean por las calles de París o de Edmundo Dantes buscando escapar de la prisión de If para saciar sus deseos de venganza.

Las horas de clases, de cuarenta y cinco minutos cada una, quedaban chicas para tremendas obras, haciendo que el relato se prolongara por varias sesiones más; aunque a veces este era interrumpido porque el narrador debía también cumplir con otras obligaciones de la currícula escolar, algo que era pifiado por los alumnos: por los que deseaban continuar con la historia y por los que querían aprovechar la hora de literatura para ponerse al día en otras materias. Sin embargo, los datos fríos y sin emoción de la teoría nunca abarcaban el total de la hora de clase, pues Hugo, el narrador, siempre terminaba dedicando por lo menos los últimos quince minutos para continuar el relato.

Pero las funciones de este peculiar profesor no quedaban solo ahí. Siendo director de la biblioteca escolar, resolvía con agrado cualquier duda de los alumnos que se acercaban a pedir algún libro a la hora de recreo, recomendando o aconsejando qué obra leer: desde las clásicas Iliada y Odisea, pasando por la travesía de Aníbal por los Alpes, hasta obras de Julio Verne como De la Tierra a la Luna o Los hijos del capitán Grant.

Y así transcurría su vida dentro de las aulas del colegio de clase media donde enseñaba: transmitiendo sus conocimientos de literatura y motivando la lectura a sus alumnos a través de las obras que amenamente relataba –por lo menos a los que, como quien escribe, aprovechaban en escucharlo.

Sin embargo, hoy el narrador ya no recorre las aulas como antaño. La biblioteca escolar que por años dirigió, está ahora bajo la dirección de otra persona, así como las clases de literatura que de tercero a quinto de secundaria se le asignaban a él.

¿Dónde está ahora? Hace ya algunos años que partió de este mundo para irse al lado de Dios, así que tal vez, mientras nosotros seguimos andando por esta tierra, tal vez Hugo, el “loco”, como lo llamaban a veces, esté ahora reunido con alguno de los autores de esas grandes obras que por años relató a sus alumnos, conversando y conociendo detalles de esas historias que hicieron que durante un buen tiempo se le llamase el “narrador de cuentos”.

jueves, 30 de julio de 2009

Mensaje presidencial

En algún país de Latinoamérica, un Presidente se prepara para dar su mensaje con motivo de un nuevo aniversario patrio. En ese mismo país de Latinoamérica, a unos cientos de metros de distancia, parlamentarios oficialistas y de la oposición se preparan para escuchar las palabras del mandatario.

Afuera, con las casas embanderadas como telón de fondo, soldados vestidos como combatientes del siglo XIX cabalgan por las calles coloniales tocando sus trompetas, mientras algunos cientos de personas se aglomeran para ver al mandatario trasladarse, como todos los años, desde la casa presidencial al Parlamento.

Rodeado por su seguridad y precedido por la guardia a caballo, el Presidente va saludando mano en alto a las personas que a ambos lados de la calle observan el tradicional evento; algunos responden el saludo, mientras que otros, con las manos en los bolsillos, solo se limitan a mirar.

Ya dentro del hemiciclo, ante autoridades locales, eclesiásticas, nacionales y partidarios apostados en las galerías, el Presidente de este país latinoamericano coge el micrófono y, tras el saludo protocolar, inicia su mensaje que será transmitido a nivel nacional.

Hojas en mano, el mandatario comienza una larga lista de recuentos, obras y proyectos iniciados en el año que pasó, todas, y aquí le pone énfasis a sus palabras, para lograr “¡el tan anhelado desarrollo nacional!”. Aplausos y vítores no se dejan esperar en el hemiciclo, congresistas oficialistas y los partidarios en las galerías –para eso los dejaron ingresar-, hacen tronar sus palmas y a voz en cuello corean el nombre de su líder. Los opositores solo observan.

Más proyectos y futuros acuerdos comerciales, ingreso al comercio internacional, disminución de impuestos e impulso de la obra pública, aliento a la inversión privada, banco de trabajo y un leve aumento del salario mínimo. Todo –de nuevo énfasis en las palabras-, “para salir de la pobreza y lograr la inclusión de los sectores menos favorecidos de nuestra sociedad”. “¡Sectores relegados durante siglos sabrán lo que es gozar de la riqueza!”, grita. Más vítores y aplausos desde las galerías y desde los escaños oficialistas. Flashes desde el palco de periodistas. La oposición se limita a dar ligeros aplausos.

Transcurren los minutos. Nada de palabras contra la corrupción al interior del Gobierno. Ninguna mención a los méritos del gobierno anterior pues, para él y sus partidarios, el avance del país comenzó con su periodo y así debía entenderlo la población.

Se levantarán más hospitales y la salud será gratuita para todos. El dinero será repartido entre los gobiernos locales y las comunidades serán gestoras de su propio desarrollo. Más fotos desde el palco, más gritos y aplausos desde las galerías y breves comentarios en los estudios de televisión.

Acaba el discurso. El Presidente hace un breve llamado al optimismo porque el país está destinado, gracias a su régimen, “¡a ser uno de los líderes del continente!, ¡la luz que guiará a América Latina hacia el primer mundo!”. Grandes aplausos y ligeras palmas desde los escaños oficialistas y opositores, respectivamente.

Ya afuera, ante el acoso de la prensa, congresistas del Gobierno y de la oposición dan rienda a sus respuestas ya preparadas y aprendidas de memoria desde antes que comenzara el discurso.

“¡Optimista!, ¡revolucionario y prometedor!”, califican los oficialistas las palabras de su líder. “¡Demagógico!, ¡populista y con varios vacíos!”, responden desde la oposición. Unos y otros se lanzan dardos, puyas, se descalifican. Son pocos los que reconocen las faltas y aciertos del contrario. “Es parte del juego político”, comenta el invitado de un canal de televisión.

Afuera, la calle continúa embanderada y partidarios y opositores se alejan por diferentes rutas. ¡Es día de la Patria y hay que celebrarlo a lo grande!, cada cual parte con su grupo a su local partidario para el brindis de honor.

Más lejos, mucho más lejos, a varios kilómetros de distancia, en la periferia de esa capital latinoamericana, con calles más humildes que también lucen embanderadas, un hombre de ropas viejas, acompañado de un niño de diez años, empuja su triciclo lleno de cachivaches y plásticos sucios. Es día de fiesta y está orgulloso de su Patria, pero no tiene tiempo para grandes festejos ni medios para realizarlos. El niño, más vivaz, corre y se adelanta, se agacha y grita, “¡sí hay!, ¡mira, hay dos!”. Las coge. Y antes de retirarse, cierra la bolsa de basura a la que se acercó y de la que extrajo dos botellas de plástico.

Es tiempo de fiesta y de optimismo, de orgullo y esperanza; pero ese hombre no tiene tiempo para escuchar discursos por más optimistas o demagógicos que sean. La vida apremia y debe conseguir el sustento diario para su familia. Los acuerdos económicos, los grandes proyectos y los ligeros aumentos de sueldo no son algo que le beneficien prontamente. Tal vez en un futuro más lejano que cercano.

El hombre recibe las botellas encontradas por su hijo y, con los brazos rígidos contra el timón del triciclo, se dirige hacia el próximo montículo de basura, al que el pequeño de diez años ya llegó en busca de más objetos que reciclar.

lunes, 20 de julio de 2009

Mi computadora es una cafetera

“Entra a este enlace, te va a interesar”, me invita una amiga a través del Messenger. Sabe que me gusta estar informado y de vez en cuando me envía algún enlace; pero siempre o casi siempre lo hace mientras conversamos en horario de trabajo: ella desde su oficina, yo desde la mía, separados por algunos kilómetros dentro de la Gran Lima. Pero esta vez estoy en mi casa, en horas de la noche y las cosas son distintas.

“Ok, lo voy a hacer”, le respondo. No me atrevo a decirle que “no”, aunque hubiese preferido hacerlo, porque sé que demoraré en darle una opinión sobre lo que me está mandando, como solemos hacerlo en horario de trabajo.

Sabiendo ya de antemano lo que vendrá, presiono el cursor sobre el enlace. Aparece el relojito que me da a entender que ya está cargando la nueva página, que debe empezar a abrirse una nueva ventana…pero esta no aparece.

Aparte del Messenger tengo ya abiertas otras tres ventanas del Explorer: mi correo, el blog y Youtube –es de noche y deseo relajarme. Con esta sería la cuarta ventana del Explorer que tendría abierta…pero no se abre.

Y sigo esperando, y mi amiga ya está preguntando qué me parece lo que envío, y no me atrevo a decirle que todavía no se abre, que mi heroica computadora Pentium 3 con disco duro de menos de diez GB adquirida hace seis años está haciendo su máximo esfuerzo…pero nada.

Sigo esperando mientras veo su ventanita del Messenger parpadear luces anaranjadas como si fuese Navidad. Al fin emerge una ventana, pero totalmente en blanco, porque la bendita página de noticias no quiere aparecer.

Mientras respiro hondamente – la paciencia extrema no me caracteriza-, comienzo a recordar las veces que visitaba la Biblioteca Central de la universidad pública donde estudié. Ubicada al costado del Congreso de la República, era el único lugar donde se podía conseguir Internet gratuito –derecho de estudiante-, allá por el año 1998.

Pero lo barato sale caro.

Como por ese entonces era novato en estas lides de la Internet, no entendía nada de “ancho de banda” o de “tráfico”, a no ser el tráfico catastrófico de Lima.

El trámite era simple: acercarse al responsable de turno, entregarle el carnet de estudiante y dirigirse a la cabina designada arbitrariamente.

Ya sentado frente al monitor, cogía el Mouse para abrir primeramente el correo electrónico. La universidad nos designaba a cada estudiante una cuenta de correo, pero desconfiando de la eficacia estatal, la mayoría se procuraba una cuenta gratuita de esas que abundan en la red.

Sin embargo, debido al “ancho de banda” y al “tráfico”, la ventana del correo demoraba en aparecer. Como cada estudiante tenía derecho a una hora de Internet, era cosa de esperar, total, no podía demorarse demasiado en abrir, ¿no?

¿No podía demorarse?, ¡pobre iluso!

Si algo pude haber aprendido las pocas ocasiones que tercamente fui a dicha biblioteca, fueron las técnicas de relajamiento yoga. De las contadas veces que me senté frente a una de esas computadoras, recuerdo perfectamente una en la cual lentamente fueron pasando los minutos, píxel por píxel fue apareciendo una ventana, pero transcurrió la hora permitida y el correo nunca descargó. Todavía puedo visualizar la ventana con los colores de la página a medio aparecer. Resignado, tuve que salir a alquilar una cabina en la calle para ver mi correo, y como es obvio, nunca más regresé a esa biblioteca.

Ya pasaron diez minutos y la ventana de mi amiga sigue parpadeando, la miro y me pregunto si debo responderle o mejor espero. “Tal vez se aburrió y ya se fue”, me digo, “aunque tal vez sigue conectada”. Así que me animo a responderle y, así me de vergüenza, decirle la verdad: que mi combativa computadora no dio más, que murió en su ley, que intentó todo lo que pudo pero se quedó sin mostrar la página. Acto seguido, le preguntaré qué me mandó.

Con el Mouse firme, presiono sobre su ventanita parpadeante, y ¡zas!… ocurre lo que esperaba desde el inicio: la bendita computadora se colgó. Maximizó la ventana del Messenger, pero esta quedó en blanco, sobre el blanco de la otra ventana del Explorer; y pasmado, observo la pantalla, pues me quedé sin noticia y sin amiga.

Ya desesperado, recurro al último intento: tratar de descongelar la imagen con todas las teclas posibles, con la tecla “control” a más no poder. Pero es inútil. La computadora empieza a sonar, a esforzarse con lo que le queda de fuerza, a vibrar…hasta quedar definitivamente colgada. Ahora estoy sin noticia, sin amiga y con la computadora muerta.

“Ya fue”, me digo. Miro la computadora y de la rabia cojo el enchufe con fuerza y con cólera la desconecto. ¡Total!, ya es inútil intentar cualquier otra cosa. Ella ya me habrá visto “desconectado” y habrán pasado por su mente una infinidad de ideas; las que prefiero no imaginar.

Resignado salgo de la habitación y voy pensando en lo que le diré, porque mañana será otro día, la veré de nuevo desde mi Messenger de la oficina, con mi computadora de 320 GB de disco duro y mayor potencia, y le seré sincero, le diré que esta noche no pude ver su enlace, que seguramente era interesante, pero no pude abrirlo, que tal vez, con un hipotético aumento de sueldo podría comprarme una lap top, algo más decente, porque aunque no lo crea, por computadora, tengo algo que más parece una cafetera.

viernes, 10 de julio de 2009

Como chofer de combi

Los ojos inyectados, como si fuese el fruto de una mala noche, se posan con violencia sobre la pantalla del computador. Con furia observan el puntaje y no, “no es suficiente, una vez más”, se dice el dueño de los ojos; y nuevamente, sin recordar ya cuantas veces, vuelve a reiniciar el juego. “Una vez más y lo apago”, se repite sin convicción.

Los dedos sobre el teclado y la vista en la pantalla. Ya lleva más de tres horas intentando batir su propio record, porque según el ranking, tiene a seis amigos por encima suyo y eso no puede ser posible.

Y pensar que todo empezó como un pequeño juego, con una inofensiva invitación a participar de un video juego y sumarse a la nueva fiebre cibernética de convertirse en un virtual chofer de combi, esos pequeños vehículos de transporte público que circulan frenéticamente por las calles de Lima como si compitieran por el premio de la Fórmula 1.

De nuevo frente a la pantalla, nuestro pseudo chófer se concentra mentalmente antes de iniciar de nuevo su frenética carrera para ver a su combi esquivar y saltar, saltar y esquivar taxis, camionetas y otras combis. Mientras se prepara, los músculos de la espalda se van poniendo duros, tensos, y los ojos otra vez, rojos, inyectados.

En su vida diaria es un sujeto apacible, tranquilo, casi tímido que no se busca problemas con nadie y que como casi todos los transeúntes de Lima, odia las combis. Pero ahora está frente a lo que para él son su volante, su acelerador y su trampolín para brincar: las teclas del cursor y la barra espaciadora; herramientas que intento tras intento lo vuelven a la realidad de que todavía no es suficiente, todavía no bate su record y debe intentarlo “una vez más”.

Recuerda que la primera vez fue un simple juego, un “vacilón” nada más; pero luego vio el listado de competidores, los nombres de otros amigos que como él, habían caído poco a poco en las redes del video juego, del antes pasatiempo y ahora ¿vicio?

Con la tecnocumbia sonando a todo volumen en los audífonos –como en las combis-, nuestro amigo comienza a acelerar y a esquivar a los rivales, moviendo a izquierda y derecha el cursor, pulsando la barra espaciadora para saltar. Primer nivel, segundo nivel. La combi sigue acelerando y nuevamente esquiva y salta sobre más taxis, más combis…y la música sonando a todo volumen en sus oídos –como en las combis.

Tercer nivel, cuarto nivel. Los puntos acumulados van subiendo, la música sigue sonando –mezcladas con los gritos de su cobrador de combi virtual-, y él sigue firme al “volante”, con el “acelerador” a fondo, sin miedo, sin importar los choques, o sí, importando los choques porque le restan tiempo y él no puede detenerse.

Quinto nivel, sexto nivel. Los músculos se van poniendo más tensos y su cuerpo, al principio apoyado sobre el respaldar de la silla, comienza a inclinarse sobre la computadora, sobre el teclado, con los dedos como tenazas y los ojos cada vez más inyectados, con las cejas encorvadas, observando a la combi saltando y esquivando, esquivando y saltando sobre más taxis, más camionetas, con los puntos subiendo a toda velocidad hacia su propio record.

Pero él es un tipo apacible, tranquilo, casi tímido, y así lo conocen en su casa, su hermanito menor de seis años que lo ve llegar sereno del trabajo, no sabe que al encerrarse en su habitación y encender la computadora, aparece un nuevo hermano que no conoce, muy diferente al de las mañanas.

Séptimo nivel, octavo nivel. La combi sigue corriendo a toda velocidad, la música a todo volumen mezclada con los gritos del cobrador virtual -como en las combis, con un chofer tan acelerado y frenético como el nuestro.

Noveno nivel. Los puntos siguen aumentando, el record se está acercando, y él, cada vez más frenético, no oye otra cosa que la música y los gritos del cobrador, y la combi saltando cada vez más seguido, corriendo cada vez más rápido.

La chapa de la puerta comienza a girar. El pequeño con su cuaderno en la mano quiere mostrarle lo que aprendió en el colegio. Ingresa al dormitorio.

La combi sigue saltando, sigue esquivando, sigue corriendo. Nuestro chofer cada vez más tenso, con la música sonando fuerte en sus oídos. Un nivel más y habrá superado su record. Un nivel más y habrá superado a tres amigos. Un nivel más y…

El niño se acerca, le toca el brazo, le habla, le dice “mira” y le muestra su cuaderno.

“¡¡No!!”, grita el hermano. Lo distrajo, perdió el control, se estrelló. La combi baja la velocidad. Debe retomar y ya perdió tiempo. Los segundos se acaban y no llega al siguiente nivel. “¡¡Por qué me interrumpes!! ¡¡no ves que estoy ocupado!!”, grita frenético. El niño estupefacto, en silencio, sin saber qué decir, no reconoce a su hermano.

En su vida diaria es un tipo apacible, tranquilo, casi tímido, y así lo conocen en su casa. Lo conocen hasta que entra a su cuarto, se encierra, enciende la computadora y, tras ingresar al juego, se transforma, se vuelve iracundo, tenso, con los ojos inyectados, con las cejas encorvadas, con la tecnocumbia en sus oídos a todo volumen, con los gritos del cobrador…violento, como un chofer de combi.

jueves, 25 de junio de 2009

Sueldo S.O.S

Con gran esfuerzo mi mano ingresa al fondo del bolsillo y, cerrando un sólido puño, extrae de mi jean raído lo único que me queda a pocos días de acabar el mes: unas cuantas monedas que juntas no llegan ni a diez soles, y que se han convertido en mi última reserva de esperanza monetaria.

Sueltas sobre la mesa, las contemplo resignado ante la realidad de todos los meses: tener que acudir a algún alma caritativa que con más monedas que yo, esté dispuesta a socorrerme sin interés alguno, o por lo menos sin interés monetario alguno.

Viejos ya son aquellos tiempos de colegio en los que sin preocupación alguna, pero con mucha suerte, me metía al cuarto y abriendo uno de los cajones de la cómoda, encontraba siempre alguna moneda que días atrás había dejado como sobra de alguna propina. Hoy, esa búsqueda sería infructuosa porque más allá de cartas viejas y recuerdos de adolescencia, solo hallaría alguna polilla muerta.

Y busco en otros bolsillos y dentro de los libros, pues quien sabe si tal vez en un momento de descuido dejé algún billete escondido, pero nada; no hay billete ni moneda extra, solo recibos y tarjetas de banco ya vencidas.

Por eso, a pocos días de acabar el mes, espero con ansias que algún amigo me llame para algún cachuelo, alguna “chambita” extra para “parar la olla”, como comúnmente se dice; pero el celular no suena y en la bandeja del correo electrónico no hay más mensajes que las típicas cadenas aburridas –que las borro de arranque-, o alguna publicidad no deseada.

Pero la necesidad apremia y como “chamba es chamba” y “business son business”, pensándolo bien, para no pasar el próximo mes por la misma dramática experiencia, creo que es momento de tomar alguna medida radical, una medida extrema, pues a situaciones extremas, soluciones extremas; porque el próximo mes no quiero pasar por lo mismo: no más contar las monedas a pocos días del treinta, no más esperar a que una instancia superior se apiade de uno y le aumente el sueldo, ¡no más esperar a una tabla de salvación de último minuto!.

Por eso, aunque tener doble trabajo es matador, y lo sé por experiencia, es hora de escudarse en la frase “el trabajo dignifica al hombre” y recurrir al rubro del entretenimiento, del esparcimiento de masas, del relax, y, por qué no, seguir el ejemplo del extenuado y sacrificado trabajador del video que muestro a continuación:

martes, 16 de junio de 2009

Cinco minutitos más

Arropado en mi cama con todas las frazadas posibles y en total oscuridad, oigo sonar frenéticamente la alarma del celular tal como la había programado la noche anterior: a las cinco y cincuenta de la mañana; con la esperanza de tener la fuerza de voluntad suficiente para levantarme e intentar, como tantas otras veces, salir a correr. Pero afuera está oscuro, hace frío, y como queriendo hacerla larga, me digo: “cinco minutitos más”.

“Cinco minutitos más” es la mentira más grande que uno se puede decir cada mañana, sobre todo cuando se propone, se promete y se jura que saldrá a correr, así llueva o truene, y eso me sucedió nuevamente hoy, porque al levantar el rostro somnoliento y ver que toda la madrugada ha llovido, imagino el frío que debe hacer fuera y me digo: “solo un ratito”; y me vuelvo a arropar con todas las frazadas, hecho un ovillo.

Programada para hacer bulla cada cinco minutos, la alarma suena nuevamente y esta vez, alargando lo más que puedo el brazo izquierdo, sin despegar la cara de la almohada, doy unos manotazos al aire hasta dar con el bendito aparato, y con la ayuda de un ojo legañoso, ubico casi en la oscuridad la tecla que me regresará al reino de Morfeo y poder, otra vez, descansar “cinco minutitos más”.

Al cabo de un rato me vuelvo a despertar, ya sin la ayuda del celular, y creyendo que solo fue un ratito, busco el celular para ver la hora, y me doy cuenta que no pasaron cinco minutos, ni diez, sino casi veinte: el reloj ya casi marca las seis y media de la mañana.

Afuera ya no está oscuro, pero tampoco claro, pues como en todo invierno, el cielo de Lima es gris y llama a la flojera, al desgano, a la apatía.

Pero debo recuperar la fuerza de voluntad de años atrás, cuando todas las mañanas corría diez kilómetros en verano o en invierno. ¡Esos eran tiempos de gloria! Entonces, motivándome mentalmente con la canción de Rocky III y alucinándome corriendo por toda la Costa Verde, me impulso y me siento al borde de la cama.

Ya sentado, miro el reloj: seis y cuarenta de la mañana. “Si hubiera salido a las seis en punto ya estaría de regreso y entrando a la ducha”, me digo, pero ya el tiempo corrió; y dejándome vencer nuevamente por la flojera y el frío, me tiendo de espaldas sobre la cama destendida y miro detenidamente el techo.

Mirando el foco apagado, se inicia dentro de mí la lucha de todas las mañanas: “correr o no correr”, he ahí la cuestión; y levantando ligeramente el rostro, observo el vientre que en las mañanas aparece plano, pero que con el paso de las horas comenzará a ganar terreno y a retar la resistencia del cinturón.

Sigo mirando al techo y recuerdo que ya pasaron cuatro años desde la última vez que me metí a un gimnasio. Tuve que acudir porque mi fuerza de voluntad había quedado atrapada muy dentro de mí, en lo más profundo de mi ser, a causa de los alfajores y chocolates que durante meses me embutí en horario de trabajo, y que ocasionaron, sin darme cuenta, un sobrepeso de casi veinte kilos. Ese día, corriendo sobre la faja, me sentí humillado, me sentí menoscabado en mi autoestima: me sentí no una persona corriendo, sino un marranito rodando, con la resistencia digna de una abuelita minusválida que me obligó a reducir constantemente la velocidad de la faja porque simplemente, resistencia no tenía.

Cuando me doy cuenta, el reloj ya marca cinco minutos para las siete. Tanta divagación y recuerdos me han hecho perder el tiempo. Pero debo correr y hago un esfuerzo final: me levanto y me dirijo al baño para, con el agua fría, sacudirme toda la flojera. Pero doy un par de pasos más y prendo la televisión: en el noticiero están pasando los goles de la última fecha del torneo local. Los futbolistas corren y tanta energía me motiva a salir a correr. Pero miro por la ventana de la sala y el día está frío, triste, apagado…además, en veinte minutos debo salir para el trabajo. No, hoy no saldré a correr, tal vez mañana, ¡Sí, mañana!, a las cinco y cincuenta sonará la alarma del celular y me levantaré, ¡me levantaré porque quiero salir “a correr”!.

martes, 9 de junio de 2009

Los clásicos que leí

Escuchando cantar a Susan Boyle “I dreamed a dream” me remonté nueve años atrás cuando leí Los Miserables (1862), la obra de Víctor Hugo que posteriormente fue puesta en escena a través de un musical y del que Susan sacó dicha canción.

El recuerdo de Los Miserables se entremezcló con una reciente lectura: Historia de dos Ciudades (1859), de Charles Dickens, que toma como contexto los años de la Revolución Francesa.

Recordar el libro de Víctor Hugo y acabar el de Dickens fue para mí rescatar el valor de las obras clásicas y ver que si se mantienen vigentes a pesar de los años –y en este caso los siglos-, es porque se centran en la condición humana, muestran al hombre tal como puede ser: en su dimensión material y sobre todo espiritual.

Los Miserables, más que una obra de carácter social como casi siempre se suele decir, es la historia de redención de un hombre: Jean Valjean, un hombre condenado a cinco años de prisión por robar un pan y cuyos cuatro intentos de fuga lo encerraron por diecinueve años. Al final de su presidio estaba resentido con la sociedad y con Dios.

Pero Jean Valjean conoció la misericordia y luego de un fuerte conflicto interior, en el que vio qué tan bajo había caído como ser humano, inició el camino de retorno, decidió redimirse y dirigir todos sus actos grandes o pequeños a este fin. Sin embargo, habrá a lo largo de la obra una sombra que lo perseguirá: el policía Javert, para quien era imposible – y no concebía-, que un hombre pudiera arrepentirse y cambiar de rumbo. Es decir, no había perdón.

En Historia de dos Ciudades también entran en juego el perdón y la venganza, la injusticia, el retorno, el odio y la decisión de dar la vida por el otro. Una víctima inocente, el doctor Mannette, pese al odio que acumuló en sus años de presidio, entendió que no era justo echar sobre otro inocente las culpas de quien lo condenó. Pero hay en la obra otro personaje, víctima inocente también, cuyos deseos de venganza cegaron su alma hasta el punto de condenar a quien no tenía culpa.

Pero además, ambas obras son a la vez una denuncia de las injusticias de la época, cuestionan a la sociedad y hacen que el lector, involucrándose con los personajes, conozca un poco más los caminos que tomó la humanidad y se pregunte si sus vicios fueron superados o no.

En fin, involucrarse en este tipo de lecturas es querer más la buena literatura, pues cuando se lee a autores como Dickens, Víctor Hugo, Kafka, Dostoievski entre otros, se convence de que “escritor” no es cualquiera. No soy crítico literario, pero lo poco que he leído me convence de ello.

Y aunque el mundo acelerado en el que vivimos casi no nos da espacio para escoger como lecturas libros tan extensos, vale la pena darse un tiempo para cultivarse con obras que además de entretener con sus historias, nos ayudan a crecer.

Y debo de decir que entre todas las obras que leído hasta el momento, Los Miserables es mi favorita, es la que me hizo estremecer por pasajes y que al terminarla, decidiese darme una pausa antes de empezar otro libro.

Finalmente, les recomiendo este sitio web a quienes deseen leer libros o cuentos en línea.